OTRAS VIOLENCIAS

Por Marcia Scantlebury

Al 11 de mayo de 2021, en Chile el número de mujeres asesinadas por sus esposos, convivientes, parejas o ex parejas conmocionó a la opinión pública.  Las cifras del Ministerio de la Mujer consignaron 14 femicidios consumados y 47 femicidios frustrados que cubrieron de sangre y luto los informativos locales. 

Sin embargo, estas cifras tan elocuentes, esconden otras realidades más rutinarias y silenciosas que no ocupan las páginas de la prensa escrita ni las pantallas de televisión. Son las que se vinculan al trabajo de cuidados que desempeñan cuidadoras y cuidadores sin brillo alguno ni recompensa monetaria. Trabajo que implica altísimos costos para quienes lo realizan —cerca del 90% son mujeres— en términos de tiempo, calidad de vida, salud y oportunidades. Esto obedece, en gran medida, a que, en nuestro país, como en muchos otros, está normalizada la idea de que son las mujeres las obligadas a hacer malabarismos para conciliar vidas familiares y laborales. 

Según cifras del informe de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en 2019 en el mundo 607 millones de mujeres en edad laboral cuidaban gratuitamente a sus familiares.

Según el Observatorio del Contexto Económico de la Universidad Diego Portales, a fines del 2021, pese a un alza del empleo, las mujeres fuera de la fuerza laboral crecieron en 550 mil y la principal razón fue el cuidado de familiares. No cabe duda de que esta es una tarea desgastante que quiebra el sistema de vida y desgasta psicológica y físicamente. Se trata del denominado “Síndrome del Cuidador” que afecta a quiénes asisten a otros porque suelen sufrir la pérdida de sus proyectos de vida y pasan a ser, en cambio, protagonistas del de su familiar.  Un estudio de la Clínica Mayo estableció que cuidar a personas enfermas es gratificante pero estresante y, por eso, es natural sentirse enojado, frustrado, exhausto, solo o triste.

En nuestro país existe el programa Chile Cuida, un sistema de apoyo que beneficia a las personas en situación de dependencia, sus cuidadores y red de apoyo, pero sólo se ejecuta en 20 municipalidades.

Y ¿qué más violento que una situación que coarta la autonomía y cercena las alas de los sueños de las mujeres? Producto de estas responsabilidades circunscritas al ámbito privado, nosotras tenemos menos tiempo disponible para la educación, el ocio, la participación política y el empleo remunerado. En el plano internacional realizamos el 76,2 por ciento de este tipo de trabajo que nos ocupa 3,2 veces más tiempo que el que le dedican los hombres. 

El escenario en nuestro país no es diferente. Según datos provistos por la Encuesta Nacional sobre Uso del Tiempo, el 68,8% del trabajo de cuidados no remunerado entre la población de 15 años y más es realizado por mujeres: en promedio, ellas destinan 5,9 horas diarias a estas labores mientras ellos ocupan solo 2,7. Este tipo de cuidados son uno de los principales motores de las desigualdades de género y abarcan una diversidad de actividades que incluyen la alimentación, la limpieza, el acompañamiento y la atención a otros miembros del hogar. Además, no solo tienen un sesgo de género y etario, sino que también se encuentran determinados por el nivel socioeconómico.

De acuerdo con la OIT (2018), el trabajo de cuidados consta de dos tipos de actividades superpuestas: las de cuidado directo, personal y relacional, como alimentar a un hijo o hija; y las de cuidado indirecto, como cocinar y limpiar. También es necesario considerar la gestión mental involucrada, es decir, las tareas de coordinación, planificación y supervisión. 

La pertinencia de este debate ha sido visibilizada y profundizada por la pandemia del Covid 19 ya que la crisis de los cuidados se ha agudizado en forma dramática en el último año y medio. Esto ha puesto en la palestra la importancia de materializar la corresponsabilidad entre el Estado, la sociedad y las comunidades locales para desfeminizar el rol de los cuidados y otorgarles un valor social que vaya más allá de lo simbólico.  

No cabe duda de que el trabajo es una moneda de dos caras. En una está el remunerado y, en la otra, el no remunerado. Y las facilidades que tienen los hombres para desenvolverse en el espacio asalariado están sustentadas en el hecho de que ellos no se responsabilizan por las tareas del ámbito doméstico. Y, por el contrario, las dificultades que muchas mujeres experimentamos para desarrollarnos en el mercado laboral tienen que ver, en gran medida, con las ataduras derivadas del trabajo no remunerado que obstaculizan nuestra participación. 

El intento de equilibrar estos roles nos lleva a menudo a aceptar trabajos precarios, mal remunerados o informales. Y ello nos coarta la posibilidad de generar ingresos suficientes, no solo para alcanzar autonomía económica en el presente, sino también para acceder a pensiones contributivas dignas y a mayores niveles de bienestar durante la vejez. 

Hoy, por primera vez en Chile y en un contexto de importantes definiciones, los programas de los candidatos presidenciales y de los constituyentes han incluido el reconocimiento del trabajo doméstico, de los cuidados no remunerados (TDCNR) y el principio de corresponsabilidad social. La atención no remunerada de niños, personas postradas y adultos mayores en nuestro país. son temas que están siendo analizados por la Convención Constitucional y el Congreso con el propósito de crear la institucionalidad necesaria para implementar cambios y promover una importante transformación cultural en la familia y en el país. De hecho, una de las 60 propuestas que consiguieron las 15 mil firmas necesarias para ser discutidas en las comisiones temáticas de la CC se refiere a esta iniciativa popular de norma por el reconocimiento Constitucional al Trabajo Doméstico y de Cuidados.

Para la economía feminista el trabajo de cuidados no remunerado es una pieza fundamental del desarrollo económico y el bienestar humano. Y no medirlo ni valorarlo implica desconocer su participación en la generación de productividad y riqueza, así como despreciar el tiempo y la energía invertida por quienes lo realizan.

En base a una discusión amplia, se ha planteado también que se contabilice el asunto a través de las denominadas Cuentas Satélites del Trabajo No Remunerado en los Hogares. Esta es una iniciativa valiosa que permitirá, no solo cuantificar el impacto macroeconómico de la actividad, sino también generar información valiosa para diseñar, implementar y monitorear políticas públicas que mejoren la calidad de vida de quienes realizan esta labor y de las personas receptoras de estos cuidados.

En el último tiempo se ha avanzado en iniciativas como la implementación de una renta básica universal, créditos por cuidados en el sistema de pensiones y transferencias monetarias para remunerar los cuidados informales/ familiares. 

Los créditos en el sistema de pensiones se han utilizado principalmente en Europa e incrementan los derechos jubilatorios de las personas con trayectorias laborales interrumpidas por haber tenido que dedicarse a labores de cuidados no remuneradas. Las transferencias monetarias para financiar los cuidados informales toma en cuenta este apoyo informal —no remunerado— que realizan, particularmente las mujeres. 

Desde hace algunos años diversos organismos internacionales han alentado a los países a avanzar hacia el reconocimiento, la redistribución y la reducción del trabajo de cuidados no remunerado: la triple R. Con base en información sobre uso del tiempo de 64 países, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) estima que diariamente se dedican 16.400 millones de horas al trabajo de cuidados no remunerado lo que equivale a 2.000 millones de personas trabajando 8 horas al día sin remuneración. Si dichos servicios se valorizaran al salario mínimo por hora, tendrían un valor aproximado de 11 billones de dólares y representarían un 9 por ciento del Producto Interno Bruto global.Complementario resulta un estudio de la ONG chilena, Comunidad Mujer que consigna que, de ser contabilizadas este tipo de labores en Chile, implicarían el aporte nada despreciable de un 21,8 por ciento al PIB. Apunta a la necesidad imperiosa de su medición y valoración y aboga por políticas de protección social con una perspectiva de género para quienes desempeñan estas tareas.

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