ESCUCHAR EL OTRO LADO DEL VIAJE

Por Paula López Wood

Hace más de una década que comencé a interesarme por viajar y recorrer lugares de difícil acceso de Chile, como la cordillera de los Andes, los canales de Patagonia y, más recientemente, las montañas de Atacama. Caminar y subir montañas y en particular, documentar territorios donde la naturaleza se expresa en su forma más honesta y brutal, ha sido mi fuente de inspiración. Soy cronista de viajes, pero lo que me interesa documentar no son las grandes ciudades ni centros cosmopolitas, sino la vida y paisajes de aquellas personas que no suelen reconocerse a sí mismas como viajeros: arrieros, trashumantes, crianceros, recolectoras, baqueanos y gauchos, todas comunidades que suelen habitar terrenos donde los accesos complejos y las largas distancias a pie o a caballo y el esfuerzo físico son la tónica que permanece en estos viajes de subsistencia.

Ser mujer no ha sido un impedimento para ejercer mi trabajo. He tenido la voluntad y la oportunidad de viajar a lugares donde el frío, el aislamiento y las difíciles condiciones climáticas hacen que, por lo general, prevalezca un sentido de la acogida de parte de sus habitantes. Con los años, he visto también cómo instituciones se acercan cada vez más a la paridad de género. Así fue mi experiencia en la Expedición Científica Antártica 55 del Instituto Antártico Chileno (INACH), donde más de la mitad de las personas a bordo eran mujeres, muchas de ellas investigadoras principales de proyectos. Estas cifras continúan aumentando en el mundo científico e institucional, aunque aún con grandes desafíos.

Igualmente, durante las navegaciones en canales de Patagonia he visto cómo hoy es cada vez más común la presencia de mujeres capitanas, quienes ejercen su oficio y realizan las maniobras con toda la destreza que un experto navegante debe tener. Me he sentido respetada en estos entornos de naturaleza difícil, a diferencia de cuando vuelvo a la ciudad, al mundo de la academia o la calle, donde en varias oportunidades he tenido que levantar la voz para defenderme. Pienso que hay algo en las soledades profundas, en la necesidad de acudir a un compañero o compañera por alcanzar un objetivo común en estos viajes de subsistencia, donde ni el género ni la clase acogen discriminaciones. El acto de contemplación frente a la inmensidad de la naturaleza parece tener una condición profundamente universal.

Sin embargo, aún estamos al debe en lo que refiere a la representación femenina de cronistas que han recorrido y escrito sobre estas zonas remotas de nuestro país. Si miramos la historia de la exploración y sus manifestaciones literarias, es fácil dar cuenta de que el protagonista ha sido un sujeto masculino, blanco, de origen europeo y letrado. Benjamín Vicuña Mackenna, Alberto de Agostini, Benjamín Subercaseux, Ignacio Domeyko, Martín Gusinde, todos grandes cronistas y, ante todo, exploradores que dieron a conocer los rincones más desconocidos de Chile al mundo. Pero contemporáneas a ellas, hubo también muchas mujeres cuyos nombres recién comienzan a resonar en la literatura de viajes y de exploración. María Graham, Lady Florence Dixie, Maipina de la Barra, y tantas más que se dedicaron a fines del siglo XVIII y principios del XIX a narrar esos los espacios no domesticados de nuestra geografía, como también, la vida de quienes habitaron esos parajes australes.

Durante mis viajes al extremo sur y la cordillera, comencé a cuestionarme. ¿Por qué solo conocemos la historia del gaucho, de la explotación maderera y ganadera en la región de Aysén? ¿Por qué si en el norte hay tantas crianceras y en el sur abundan las agrupaciones de guardadoras de semillas recolectoras de hierbas y hongos silvestres, se ha narrado solo la historia de expediciones que dan cuenta del pionero y el hombre colonizador? ¿Por qué los protagonistas de esa historia oficial que nos han transmitido de nuestro Chile remoto y lejano siempre han sido hombres?

Esas y otras preguntas me llevaron a darle un giro a mis investigaciones. Decidí viajar a los pueblos y rincones más aislados de Patagonia ya no para asombrarme y escribir de sus paisajes de postal maravillosa, sino para iluminar una versión de la historia que, hasta ahora, como lectores, se nos ha vedado del viaje. En cada uno de esos trayectos me he encontrado con comunidades que mantienen una profunda conexión con la naturaleza. El conocimiento de las plantas como fuente de medicina y enfermedad. Lo pequeño y aparentemente insignificante del bosque, sus hierbas, hongos y malezas como base de alimento. Saber leer las señales de los animales en los rastros en los animales para encontrar el camino. Allí, cada gesto es un acto de aprendizaje y sobrevivencia. En estos sitios remotos las tareas se comparten: cortar la leña, carnear un animal, criar a los niños. Y en algunos casos, son ellas las que gobiernan. Como en el pueblo kawésqar, donde sólo las mujeres eran las que sabían nadar y dirigían el rumbo de la canoa para obtener la comida.

Ya no es inusual que mujeres viajen y exploren la naturaleza extrema, que se aventuren a sus montañas intocadas y alcancen sus cumbres. Pero, así como aún hay muchas montañas, quebradas y valles que aún carecen de nombres, es fundamental hoy comenzar a nombrar a aquellas cronistas, escritoras, viajeras, habitantes de comunidades locales, que produjeron sus propios relatos de viaje en este territorio. Historias que han permanecido en la sombra o fueron silenciadas por la pluma hegemónica, dado su condición de género y/o clase. Necesitamos viajar, estar en silencio y escuchar, para narrar nuestro territorio de forma íntegra, sincera y honesta. Solo representando la diversidad de subjetividades que habitan estos territorios, podremos superar los sesgos y estereotipos que hoy nos impiden escuchar toda esa variedad y riqueza geográfica, narrativa y humana.

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